martes, 27 de marzo de 2012

UNOS DÍAS EN ROMA


Unos días en Roma

Si el mundo es una oportunidad enorme, Roma es una oportunidad única. Porque “en un mundo dificile, una vita intensa, di futuri incerto,  nuestra pícola vita allí, cambia”. Hay que escuchar a Gianni cantando de amor ya no se muere.

Leer a los poetas Virgilio, Horacio, Lucano. Sentados en el césped. Levantando la mirada y tenerla a tu lado, su brisa te hará feliz, es la Roma. Luego el resto de la primavera se encargará de engalanar el aire que respiras de cidras, jazmines, ámbar y el bálsamo de estoraque te dará la estocada definitiva.

En esos momentos si hubiera tenido unos sestercios hubiera comprado un buen aceite virgen extra de la Bética para agarrarme a ese árbol que en silencio aguantan fríos y calores.

Luego me perdí en los Museos Vaticanos, escogí el recorrido más largo a propósito, quería demorar todo lo posible el llegar a la Capilla Sixtina, Miguel Ángel, la Creación,  Juicio Final… Eternidad. Ya estaba avisado de que al entrar se haría un silencio espontáneo, mágico; un silencio 5.1 dolby soundround, envolvente, acogedor, único y que sólo se escucha allí, sólo allí se siente.
Por eso me entretenía admirando cuadros, esculturas, tapices, mosaicos, bordados, incunables, cálices, mesas imposibles, mitología, santos, arquitectura, ventanales, sol, guardias suizos. Sabía que el vagar por aquellas estancias sería limitado y que le estaba quitando tiempo a lo mejor. 

Me fui acercando a una puerta pequeña que daba acceso a la Capilla Sixtina. Al entrar sólo pude fijar la vista en nada, porque caí herido de asombro.
Me senté como pude en un poyete de mármol rojo. Sin recuperarme, a mi lado, sentada, una muchacha italiana hablaba con unas cadencias que tenía los mismos colores de las sibilas. Y su perfume… ¡Cielos, valedme!, allí mismo la hubiera sacado a bailar, una balada infinita, la famosa balada Sixtina.

Cuando cruzaba las piernas, nuestros hombros se rozaban y ese instante todo lo que me rodeaba formaba parte de mí. Me llevé su voz, no la miré cuando estuvimos tanto tiempo sentados, juntos, ni cuando se fue.
Algún día en el arrebato de un poema nuestros hombros volverán a coincidir y entonces sí, la sacaré a bailar la famosa balada Sixtina, y la miraré sin cansarme nunca.
Ya sin ella a mi lado estuve allí, contemplando, que si al principio, casi me daba vergüenza mirar tanto derroche de ingenio, de arte, de amor; ahora lo hacía con descaro. Cada detalle, cada personaje, cada símbolo era mi espejo.

Te saldrá una queja espontánea, el tiempo pasa y te recuerda que hay que volver. Al salir fui bordeando la muralla leonina.
Cogí un taxi para llegar al hotel que estaba en las afueras. A mitad de camino, en una especie de mirador, el taxista para, se baja, enciende un cigarrillo y me invita a contemplar el belísssimo atardecer romano, de pinos mediterráneos con la copa recogida, recién salidos de la peluquería, el cielo ardiendo de velos de seda naranjas y malvas y Roma allí. Y yo con ella.
Terminó su cigarrillo, seguimos. Él tarareaba una música que para mí era la de amor ya no se muere. Yo llevaba entre los dedos un regalo con la palabra ROMA. Y entre los tonos naranjas del sol reflejados en la ventanilla, apareció, de pronto la palabra AMOR , me asusté y empecé a pensar de prisa, cómo, qué, de dónde, quién había puesto, el taxista del atardecer. 

Todo fue más sencillo. Una brisa me peinó el flequillo, moví la mano para repeinarme y se movió el Amor de sitio. Entonces entendí que el reflejo de ROMA en el cristal es AMOR.

Entonces entendí, que un humilde cristal lleno del atardecer, de árboles , de flores, de aire, de vida, de imperios jugó un momento a ser Cupido.

Llegamos al hotel. Le agradecí ese atardecer que nunca olvidaré. A mi grupo les explique que me había perdido en los Museos.
Llega la noche y con ella la seguiriya gitana.
Hasta mañana.

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