Frente
a la destartalada mesa, con el papel en blanco sobre ella y el bolígrafo
saltando entre sus dedos en vertiginosas acrobacias, trataba de encontrar las
primeras palabras.
Recordaba
sus primeros años, cuando siendo un mocoso acompañaba al abuelo por los caminos
del bosque buscando hierbas y flores, mientras que el viejo, sin soltarlo de la
mano, con sumo cariño y paciencia le explicaba para qué servían cada una de
ellas y cómo hacer lo que para el chaval eran fantásticos sortilegios.
Al
pasar los años, cuando el abuelo murió, gustaba de acompañar a su madre por los
caseríos vecinos y servirle de ayuda en sus visitas sin fin para asistir al
parto de algún ternero, rebajar las fiebres de algún zagal, abrir el apetito de
alguna moza extasiada o aliviar el encuentro de la parca con quien hubiera
cumplido su tiempo en este mundo.
Eran
años de penurias y necesidades, de esfuerzos y sacrificios familiares, pero más
aun cuando la madre, viuda temprana, vendió sus tierras y su ganado para poder
mandarlo a la capital y así convertirlo en un verdadero hombre de provecho.
Allí,
en el cuartucho de descanso del viejo hospital donde hacía las prácticas, se
disponía a llenar folios sobre la medicina natural. La tesis que en breves días
defendería ante el tribunal.
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