Todos
contemplaban asombrados, desde la lejanía, cómo aquel soldado
acariciaba a los buitres mientras desgarraban los trozos de carne que
les había arrojado desde las almenas. Montaban el jolgorio
concertado como un ritual.
Nunca
le atacaron porque conocían perfectamente a su bienhechor. Desde su
infancia, durante los fines de semana, ayudaba a su padre en su
alimentación. En aquella época eran ya una especie protegida.
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