Sudoroso y con los ojos vidriosos, soltó
el bombo y se dejó caer en un banco de la destartalada estación de ferrocarril.
A sus sesenta años bien cumplidos por fin había conseguido su máxima ilusión.
Atrás quedaron años de frustración e ilusiones quebradas, nombres y más nombres de héroes que nunca llegaron a serlo; mientras él, por ese tortuoso camino, se había dejado un matrimonio y un trabajo estable a cambio de un bombo, una chapela y la zamarra roja con el número doce.
Atrás quedaron años de frustración e ilusiones quebradas, nombres y más nombres de héroes que nunca llegaron a serlo; mientras él, por ese tortuoso camino, se había dejado un matrimonio y un trabajo estable a cambio de un bombo, una chapela y la zamarra roja con el número doce.
Manolo, con toda su humanidad
desparramada sobre el banco de la estación, llora al recordar ese memorable
momento y cómo la emoción le impidió gritar con todas sus fuerzas: ¡Gol!
¡Campeones!
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